Pensé en estas palabras mientras
me sentía aislado en una junta de academia. Era el fin de la primera mitad del
semestre y me encontraba solo en compañía de señoras y una chica de mi edad, la
cual resaltaba, no por joven sino por vegetariana, al verle rechazar de forma
selectiva parte de la comida desplegada en toda la mesa. –Esta chica es de
buena pinta, pero seguro está loca- pensaba, mientras buscaba con la mirada su
reciprocidad, y quizás con suerte, entablar una conversación y al menos no
resaltar más. Terminar hablando con una anciana no era una opción. Llené mis
formatos, por primera vez diciendo la verdad, y saqué mi celular. Al no tener
señal volví a mi plan B, que era abrir el archivo de texto de algún libro al
azar y comenzar a leer. Seguro piensan que estoy en Facebook o WhatsApp pero no
me importaba ni mucho menos. Solo quería mantenerme ocupado y distante mientras
la cosa iniciaba. De igual modo, ¿no opinan que es raro ver más natural a un
hombre leer en su celular un libro que verlo repasando una y otra vez el muro
de su cuenta de Facebook? Justamente ahora mismo estoy escribiendo estas palabras
por medio de mi celular. Cuando entré a trabajar sabía que había algo raro en
mí que no encontraría en los demás. Me sentí especial sin tener nada de crédito,
evidencia alguna y solo por la virtud del ser. Algo instintivo. Tan primigenio
como la necesidad de una cucaracha de huir ante el baile de luz de una
bodega en llamas. Solo sabía que algo estaba mal. Y sin embargo y a la
distancia, ya este era mi segundo año dando clases. Entonces llegó un calvo
cuyas facciones de su rostro orbitaban en torno a su enorme nariz y la junta
inició. Era el maestro Lorenzo y, aun con él dentro, seguía siendo el único hombre dentro de esa oficina.
Era la mañana de festejo del día
del maestro y recordaba, aunque sea un poco que la hora de entrada eran las 8
am. Craso error. No había nadie. O nadie de importancia realmente y de igual
modo, ¿quién si lo era? Pregunté el día anterior que beneficio tendría al ir.
Habría una rifa. Maldita sea, y yo con la pobreza y mis malditas ganas de tener
un televisor para mi consola. Llegué a las 8 con 20 minutos y para mi sorpresa
había espacios de estacionamiento. Maldita sea. Había llegado temprano. -Bueno,
al menos será fácil el estacionarme- pensé, pero ni eso era sencillo. Un enano
miope me replicó, le ignore todo lo que pude al dar reversa pero acechó hasta
mi ventana y con un par de toques me señaló otro cajón -Este puesto es para
camionetas, carros grandes, vaya allá- dijo. Malnacidos, todavía que contaminan
más, y sus dueños se creen los amos del camino tendrán el espacio de aparcar
que yo gané llegando temprano. Eché reversa de nuevo y también maldecí la
buena, o muy católica, educación que mis padres me dieron y tome el otro
espacio. Bajé del carro y entré al salón. Luz tenue y gente, como gotas de
lluvia venidera, desperdigadas al azar y de forma aislada. Podía escoger donde
yo quisiera pero incluso eso estaba limitado. Algunas mesas resaltaban con un letrero
de reservado. ¿Para quienes? Ni idea, y del modo que sea, tampoco era como si
los maestros no formaran sus círculos cerrados de amigos vapidos de pláticas mundanas.
Era la secundaria de nuevo. Seguro los reservados tendrían camionetas enormes.
Maestro-escuché que me llamaban-,
¿puede escoger el lugar que desee? O quizás ya esté alguien con quien desee
estar, ¿alguien de entre su círculo de amigos?-. Esa pregunta me mató. Había
sido tomado por sorpresa pero dije un nombre al azar de alguien que no vi y me
zafé de ello. Tomé un asiento en una mesa sola y pedí un café el cual fue
servido amablemente. Posteriormente una señora, con clara irritación de servir
a alguien visiblemente menor que ella, pidió moviera mi tasa de lugar para
servirme un plato de frutas en rodajas, a lo cual lo único que pude responder
fue un silencioso “Gracias”. Maldita educación. Quería ser una paria. Un ermitaño.
Un aislado y un malnacido. Responder un “buenos días” con un “¡qué tienen de
buenos!” pero mi supuesta civilidad impuesta me impedía. Un sujeto muy amable y
siempre de buen humor, dirían; distante y raro pero amable, dirían, mientras
tanto yo deseaba alejarlos más que nada en el mundo.
Prepare mi café y esperé que se
enfriase. Di unos sorbos y con cada uno la gente fue brotando de la puerta del salón
de fiestas. Mesas se llenaron, gente se encontró con su gente. Y yo me mantenía
solo. Realmente era la secundaria otra vez, pero esta vez, era maestro. Miré a
todos lados mientras daba un trago al café y confirmé mi estado. Entonces, una
persona que, en vez de individuo, parecía ser solo “el esposo de alguien” llegó
y observó la mesa – ¿Está ocupado ‘mano?-, negué con la cabeza y señalé con un
gesto las sillas vacías. El sujeto era bien parecido y de fuerte construcción,
se notaba de sonrisa fácil, y por lo tanto, un idiota. Al sentarse y ser
servido su plato de fruta, comenzó a comer mientras mantenía los brazos
abiertos como alas ocupando todo el espacio posible. Incluso de un gordo lo
hubiese esperado, ese egoísmo del espacio que viene con el ocupar tales
volúmenes. Un gordo es un gordo, pero se necesita de un tipo especial de idiota
para ocupar la mayor cantidad de espacio siendo de cuerpo delgado. Entre cada
trozo de fruta escribía en su celular y volteaba cual perro de cochera
esperando sus dueños. Perra suerte y maldita sea. Llegó su gente y la mitad de
la mesa se llenó. El espacio era ahora la menor de mis molestias. Empezó a hablar
de lo que muy seguramente fue su fin de semana y si no era obvia la cosa, a
estas alturas era un cliché. -Nombe’, como iban subiendo las cajas de cheve a
la troca…-, gracias a Dios su voz se desvaneció con algo más. Era música en
vivo interpretada por alumnos, todos uniformados y cabizbajos, tal como si
fuesen nuestros súbditos tocando para la corte del rey. Al menos tenía algo en
qué concentrarme ahora. Se escuchaba bien, pero el niño del violín estaba
notablemente desafinado y fuera de tiempo. A él le llegaron un duo de cuerdas,
llenos de energía, pasión en sus gestos pero que impresionaban poco. Con algo
de suerte y dedicación podían llegar a ser algo. Entonces llegó otro grupo de
personas, esta vez, jóvenes de entre 18 a 25 años. El que parecía ser su líder
preguntó – ¿Están libres?- le miré- Si, adelante.-. Tomaron asiento en la mitad
libre de la mesa y continuaron con la plática que seguro tenían desde antes de
llegar al salón. Les vi con recelo y nos sirvieron lo que era el platillo
fuerte del desayuno. Agradecí por la comida al mesero amable y seguí con los
oídos la plática, dentro de su parloteo alcancé a escuchar Tolousse, la ciudad
francesa. Y efectivamente, uno de entre ellos, el líder de la conversación había
ido a Francia de intercambio. Hablaba sobre la italiana que conoció, de lo cual
hermosa era y como tenía a todos los chicos de los departamentos a merced de
sus encantos, de la misma manera que sus compañeros hipnotizados le escuchaban.
Le miré con mayor atención. Había viajado a través del océano, vivido dos años
de aquél lado, seguro visitado medio Europa, y aún y con ello no había nada de
especial en él. Era una lástima.
No había más opción en esa mesa más que
observar a los niños tocar en la banda, llenos de buenas intenciones pero poco
talento o dedicación.