23 may 2018

Día del maestro II


Pensé en estas palabras mientras me sentía aislado en una junta de academia. Era el fin de la primera mitad del semestre y me encontraba solo en compañía de señoras y una chica de mi edad, la cual resaltaba, no por joven sino por vegetariana, al verle rechazar de forma selectiva parte de la comida desplegada en toda la mesa. –Esta chica es de buena pinta, pero seguro está loca- pensaba, mientras buscaba con la mirada su reciprocidad, y quizás con suerte, entablar una conversación y al menos no resaltar más. Terminar hablando con una anciana no era una opción. Llené mis formatos, por primera vez diciendo la verdad, y saqué mi celular. Al no tener señal volví a mi plan B, que era abrir el archivo de texto de algún libro al azar y comenzar a leer. Seguro piensan que estoy en Facebook o WhatsApp pero no me importaba ni mucho menos. Solo quería mantenerme ocupado y distante mientras la cosa iniciaba. De igual modo, ¿no opinan que es raro ver más natural a un hombre leer en su celular un libro que verlo repasando una y otra vez el muro de su cuenta de Facebook? Justamente ahora mismo estoy escribiendo estas palabras por medio de mi celular. Cuando entré a trabajar sabía que había algo raro en mí que no encontraría en los demás. Me sentí especial sin tener nada de crédito, evidencia alguna y solo por la virtud del ser. Algo instintivo. Tan primigenio como la necesidad de una cucaracha de huir ante el baile de luz de una bodega en llamas. Solo sabía que algo estaba mal. Y sin embargo y a la distancia, ya este era mi segundo año dando clases. Entonces llegó un calvo cuyas facciones de su rostro orbitaban en torno a su enorme nariz y la junta inició. Era el maestro Lorenzo y, aun con él dentro, seguía siendo el único hombre dentro de esa oficina.

Era la mañana de festejo del día del maestro y recordaba, aunque sea un poco que la hora de entrada eran las 8 am. Craso error. No había nadie. O nadie de importancia realmente y de igual modo, ¿quién si lo era? Pregunté el día anterior que beneficio tendría al ir. Habría una rifa. Maldita sea, y yo con la pobreza y mis malditas ganas de tener un televisor para mi consola. Llegué a las 8 con 20 minutos y para mi sorpresa había espacios de estacionamiento. Maldita sea. Había llegado temprano. -Bueno, al menos será fácil el estacionarme- pensé, pero ni eso era sencillo. Un enano miope me replicó, le ignore todo lo que pude al dar reversa pero acechó hasta mi ventana y con un par de toques me señaló otro cajón -Este puesto es para camionetas, carros grandes, vaya allá- dijo. Malnacidos, todavía que contaminan más, y sus dueños se creen los amos del camino tendrán el espacio de aparcar que yo gané llegando temprano. Eché reversa de nuevo y también maldecí la buena, o muy católica, educación que mis padres me dieron y tome el otro espacio. Bajé del carro y entré al salón. Luz tenue y gente, como gotas de lluvia venidera, desperdigadas al azar y de forma aislada. Podía escoger donde yo quisiera pero incluso eso estaba limitado. Algunas mesas resaltaban con un letrero de reservado. ¿Para quienes? Ni idea, y del modo que sea, tampoco era como si los maestros no formaran sus círculos cerrados de amigos vapidos de pláticas mundanas. Era la secundaria de nuevo. Seguro los reservados tendrían camionetas enormes.

Maestro-escuché que me llamaban-, ¿puede escoger el lugar que desee? O quizás ya esté alguien con quien desee estar, ¿alguien de entre su círculo de amigos?-. Esa pregunta me mató. Había sido tomado por sorpresa pero dije un nombre al azar de alguien que no vi y me zafé de ello. Tomé un asiento en una mesa sola y pedí un café el cual fue servido amablemente. Posteriormente una señora, con clara irritación de servir a alguien visiblemente menor que ella, pidió moviera mi tasa de lugar para servirme un plato de frutas en rodajas, a lo cual lo único que pude responder fue un silencioso “Gracias”. Maldita educación. Quería ser una paria. Un ermitaño. Un aislado y un malnacido. Responder un “buenos días” con un “¡qué tienen de buenos!” pero mi supuesta civilidad impuesta me impedía. Un sujeto muy amable y siempre de buen humor, dirían; distante y raro pero amable, dirían, mientras tanto yo deseaba alejarlos más que nada en el mundo.

Prepare mi café y esperé que se enfriase. Di unos sorbos y con cada uno la gente fue brotando de la puerta del salón de fiestas. Mesas se llenaron, gente se encontró con su gente. Y yo me mantenía solo. Realmente era la secundaria otra vez, pero esta vez, era maestro. Miré a todos lados mientras daba un trago al café y confirmé mi estado. Entonces, una persona que, en vez de individuo, parecía ser solo “el esposo de alguien” llegó y observó la mesa – ¿Está ocupado ‘mano?-, negué con la cabeza y señalé con un gesto las sillas vacías. El sujeto era bien parecido y de fuerte construcción, se notaba de sonrisa fácil, y por lo tanto, un idiota. Al sentarse y ser servido su plato de fruta, comenzó a comer mientras mantenía los brazos abiertos como alas ocupando todo el espacio posible. Incluso de un gordo lo hubiese esperado, ese egoísmo del espacio que viene con el ocupar tales volúmenes. Un gordo es un gordo, pero se necesita de un tipo especial de idiota para ocupar la mayor cantidad de espacio siendo de cuerpo delgado. Entre cada trozo de fruta escribía en su celular y volteaba cual perro de cochera esperando sus dueños. Perra suerte y maldita sea. Llegó su gente y la mitad de la mesa se llenó. El espacio era ahora la menor de mis molestias. Empezó a hablar de lo que muy seguramente fue su fin de semana y si no era obvia la cosa, a estas alturas era un cliché. -Nombe’, como iban subiendo las cajas de cheve a la troca…-, gracias a Dios su voz se desvaneció con algo más. Era música en vivo interpretada por alumnos, todos uniformados y cabizbajos, tal como si fuesen nuestros súbditos tocando para la corte del rey. Al menos tenía algo en qué concentrarme ahora. Se escuchaba bien, pero el niño del violín estaba notablemente desafinado y fuera de tiempo. A él le llegaron un duo de cuerdas, llenos de energía, pasión en sus gestos pero que impresionaban poco. Con algo de suerte y dedicación podían llegar a ser algo. Entonces llegó otro grupo de personas, esta vez, jóvenes de entre 18 a 25 años. El que parecía ser su líder preguntó – ¿Están libres?- le miré- Si, adelante.-. Tomaron asiento en la mitad libre de la mesa y continuaron con la plática que seguro tenían desde antes de llegar al salón. Les vi con recelo y nos sirvieron lo que era el platillo fuerte del desayuno. Agradecí por la comida al mesero amable y seguí con los oídos la plática, dentro de su parloteo alcancé a escuchar Tolousse, la ciudad francesa. Y efectivamente, uno de entre ellos, el líder de la conversación había ido a Francia de intercambio. Hablaba sobre la italiana que conoció, de lo cual hermosa era y como tenía a todos los chicos de los departamentos a merced de sus encantos, de la misma manera que sus compañeros hipnotizados le escuchaban. Le miré con mayor atención. Había viajado a través del océano, vivido dos años de aquél lado, seguro visitado medio Europa, y aún y con ello no había nada de especial en él. Era una lástima.

No había más opción en esa mesa más que observar a los niños tocar en la banda, llenos de buenas intenciones pero poco talento o dedicación.

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