29 oct 2018

Una noche de ese apasionado amor neoyorquino

Era mi segunda temporada como taxista.

La paga era mala, pero lo increíble era el tiempo libre. De vez en cuando uno podía hallarse en una continua línea de corridas y haber sacado el dinero suficiente para sobrevivir un par de días en unas cuantas horas, y de ahí quedaba solo pensar en qué hacer con el resto del día. Lo otro era la gente ¡oh! Dios mío, esos desamparados hijos de Eva. Al iniciar dudaba de mi habilidad, sobre todo de mi paciencia tras el volante. Sin embargo, ya con mi carnet enmicado y con el uniforme escondido bajo el asiento de copiloto, la cosa se ponía fácil. Manejar con la radio encendida era una cosa para lo cual estaba hecho, al parecer, me salía natural.

Sin embargo, de vez en cuando la cosa no dejaba de ponerse odiosa, el negocio involucraba estar asediado por gente, después de todo. Subir a alguien con rostro de apuro solo para descubrir, ya teniéndolo encima que tiene que recoger a alguien en algún punto intermedio, esperarlo, para luego pasar por un paquete a alguna mercería o pastelería de las avenidas junto a la playa viniendo de Las Palmas. Un incesante ir de colina arriba, colina abajo. Lo insoportable no son las vueltas, sino las justificaciones pusilánimes. Vueltas de bodas y aniversarios, con muestras de arreglos, telas de vestidos y centros de mesas. Los peores eran los hombres de negocios medianos. Tratándolo a uno como su subordinado de toda la vida, con desdén y prepotencia como si no fuese posible que en cualquier momento pudiese solo plantarle un puntapié y bajarlo con el dinero en mano. Cosa que pocas veces, pero sí, hice. Otras veces en cambio, podía llegar a ser increíble. Un grupo de funcionarios ladrando sus corruptelas a altas horas de la noche a mujeres quienes claramente no son sus esposas, desquiciados con apenas un puñado de billetes sucios queriendo solo desaparecer, chicas lindas de cuando en cuando. La transformación de las avenidas, de estar cubiertas de familias, asalariados y cristianos, a limosneros, viciosos y abandonados. Curioso como el mismo pórtico de una Iglesia podía pintarse de tan opuestos matices.

Una noche, estando corto de dinero decidí tomar el rondín usual. Si eres listo, comienzas a ver patrones en el servicio, trucos para que uno pueda salirse con la suya. Uno de los míos era estar cerca del departamento de tránsito y su corralón. En ese lugar terminaban todos los desafortunados cuyo por único crimen fue creer que no los captarían esa única vez en su vida que se pasaron una luz roja. Cosa común. A la impotencia ciudadana; se sumaba a la propia de las épocas navideñas. Cloro y amonia. Ya sin auto y sin ningún remedio, los ahora furiosos ciudadanos modelo eran captados por el asiento trasero de mi taxi, el número 23. Esos hombres comunes, de esos que pagan todos los impuestos de sus casas en los suburbios, eran fáciles de timar. Unas vueltas extra por aquí, una curva por allá y se inflaba la cuenta en medida de lo razonable mientras los respetables destilaban el ácido de sus entrañas, el cual consistía en la necedad de la ley del no poder doblarse a su conveniencia, como si el discurso de "yo pago tu salario" no lo hayan escuchado ya antes los polis cientos de miles de veces.

Era la quinta vuelta y ya tenía unos cuántos billetes encima. Otro trabajo bien hecho. Así que me tomé la tarde y me retiré a uno de esas pastelerías que abundan en las avenidas paralelas a la orilla del mar para acompañar café con unos panecillos. Ya tomado mi asiento en la barra del Blue Jay Café, de las pocas cafeterías abiertas las 24 horas, pedí algo para tomar calor y me agazape sobre mí mismo, escuchando al fondo el embravecido mar empujado por gélidos vientos.
- ¿Tienes algunos centavos extra?
- Depende de quién pregunte.-Respondí a la desconocida y rasposa voz.
- Una chica despistada en esta noche fría.- Era una voz de anciana saliendo de un cuerpo joven. Algo que solo se podía obtener bebiendo como beber fuese un deporte o fumando como si cada tabaco fuese vapor puro y simple. O una combinación de las dos. La vi demasiado desprotegida para una noche como la que se vivía ese invierno del '75.- Había escuchado que California era cálido y es mi primer invierno aquí. Creo que confié demasiado en lo que las postales dicen de este lugar.
- ¿De dónde vienes?
- Nueva York.
- ¿Al sur por el invierno? Quizás debiste haber probado México. Allí pareciera que siempre se están cocinando.- Con un ademán señalé al barista y el atendió instintivamente y en segundos en la barra ya se encontraba una segunda taza de americano negro.
- No elegí California.- Musitó mientras daba una tímida sorbida a su café. Su voz se aclaró, pero seguía sin ser acorde a su cuerpo.
- ¿Entonces?
- Son mis padres. Se preocupan mucho por mí, ¿sabes? Como si fuese una especie de niña. Me arrastraron a este centro de rehabilitación.
- Así que, ¿te escapaste? Si tus padres tienen el dinero para traerte acá y encerrarte, seguro ofrecerían buena pasta para recuperarte. Confiar en extraños es malo, ¿sabes?
- No lo harías.
- ¿Disculpa?- No pude ocultar mi automática indignación.
- Tu mirada. Tienes un mirar triste. No pareces triste, pero tu mirada lo es. No te motiva el dinero, lo puedo ver por como aceptaste ofrecerme una taza sin chistar.
- ¿De qué eras fanática?
- Ether... alcohol, hierbas, flores, cuerpos de hombre o mujer, hongos y cristales. Nada inyectado, me gusta mi cuerpo tal y como está. Pero ether. principalmente.- Escuchaba mientras daba el último sorbo a mi bebida.- ¿Los has probado?
- El alcohol es suficiente para mí, soy un hombre sencillo.
- Yo soy una mujer sencilla también. Tomar esas sustancias es sencillo, así como dejarlas. Un día estás volando tan alta como una nube; al día siguiente puedes estar arrastrándote al ras del suelo como una alimaña cualquiera. Y es en esos días en que uno puede llegar a eligir si quiere seguir arrastrándose o emprender el vuelo a voluntad, ¿no crees?
- Supongo que es una forma de verlo. Yo opto por manejar y, cuando manejo, me agrada estar sobrio.
- ¿Te gustan los autos? Mi padre de niña me llevaba a estos shows automotrices. Había autos increíbles, de lujo. Camionetas tan altas como casas.
- No me gustan los autos, solo lo que hacen, realmente.
- No pareces tener muchos intereses. Yo me intereso en todo a mi alrededor.
- ¿Qué sería eso? ¿Pasatiempos de gente rica?
- Claro que no arte, filosofía, cultura. Pensamientos grandes son para la gente grande.
- Bueno, tengo que irme. Espero que los de blanco no te atrapen.
- No entiendes.- Me interrumpió.
- ¿Qué?
- No era por café que te hablé.
- No te preocupes. Pensé que solo buscabas alguien que te escuchase más bien.
- No tengo a dónde ir, ¿sabes? Te lo dije, vengo de Nueva York y no conozco a nadie en kilómetros a la redonda.
- No hay mucho que ver a kilómetros a la redonda, lo sé. Los he recorrido.
- Vaya, suena interesante, ¿pues qué eres?
- Nada importante, así que, si me disculpas...
- Por favor.- Interrumpió- Solo será una noche... a la mañana siguiente llamaré a mis padres, quienes me mandarán dinero, podría darte algo en agradecimiento por tu tiempo y la noche, luego me iré.
- Oh, bueno... adelante.

Salimos del café a la penumbra de la noche y fuimos abrazados por la corriente del Pacífico. Llegamos a donde había aparcado el auto y parecía como si el frío hubiese decidido también viajar con encerrado con nosotros, absorbido por la estructura metálica. Subimos temblando.
- Toma.- Extendiéndole mi uniforme de debajo del asiento.
- Ah, ¿entonces eres taxista?
- ¿Qué no era aparente?
- Que si eres algo después de todo.
- Lo que soy, es que soy un tonto.- Encendí las luces y arranqué el auto. Sin notarlo había tomado el camino largo, paralelo a la costa, lo cual ella aprovechó para seguir hablando.
- Yo soy un espíritu libre, creo que por eso mis padres me tienen miedo. Porque ellos viven encerrados en sus oficinas y buros, yo no. Le tienen miedo al cambio y la modernidad. Yo salgo a obtener experiencias. La vida de California parece apacible. Es como un pueblo pero con tiendas. Me gusta. ¿A ti te gusta vivir aquí? Es muy distinto a Nueva York a pesar de ser ambas grandes ciudades.
Ella siguió hablando el resto del camino y a cada segundo me arrepentía más y más de mi supuesta buena voluntad.

Entramos a mi apartamento luego de un rechinido estruendoso de la puerta.
- Si vas a entrar... pero al menos, ¿podrías decirme tu nombre?
- Oh, si, Catherine. Pero los nombres realmente no son importantes. Te atan. Aunque a veces me llaman Cat, que creo que es más atinado a la realidad. Entonces "atherine" solo se vuelve una carga más.
- ¿Cómo?
- ¿Sabes que los nombres no son escogidos por uno mismo al nacer? Nos son impuestos siempre por alguien más sin siquiera poder oponer resistencia u opinar al respecto.
- ¿Todo eso lo aprendiste en la Gran Manzana?
- Si. La ciudad palpita con cultura y arte. Todas esas casas de artistas, de genios. La expansión de la mente por la filosofía y el ether. La ciencia en servicio del pensamiento y las artes. Deberías ir a Nueva York algún día.
- ¿Y aprendiste a beber?
- Claro que sí. Principalmente vinos importados.
- Solo tengo vinos del valle.
- Mis padres bebían solo licores nacionales. Whiskey, vino. Se encerraban a lo extranjero. Cuando quería beber tenía que salir de casa. Aprendí muchas más cosas fuera de casa que dentro.
Serví dos tragos en las copas más limpias que pude encontrar y procedimos a beber. La realidad es que esperaba que luego de soltarle la lengua; más, si acaso eso era posible, se pusiera somnolienta y finalmente cayese rendida. Después de todo sus palabras fueron que solo sería cuestión de pasar la noche.
- ¿Sabes qué más es distinto en Nueva York?
- ¿Qué?
- El sexo.
- ¿Hablas en serio?
- Así es.- Respondió arrastrando las sílabas.- Con tantos extranjeros... aparatos... posiciones... etheres. El sexo neoyorkino es... amoroso, salvaje pero racional, espontáneo pero calculado. Nunca había experimentado algo así en mi vida.
- Yo tampoco.
- ¿Quieres entender algo de eso?
- No sé si mi mente está lista.
- Descuida entonces, pues hoy tendrás una noche de apasionado sexo neoyorquino.
Tomé las copas y la botella y las tiré al suelo sin mucha importancia cuando noté que Catherine se dirigía hacia la puerta, aún con mi uniforme de la Yellow Beetle Co.
- ¿Qué sucede?
- Si vamos a hacerlo, -contestaba aún con cierta inconsistencia en su tono- vamos a hacerlo bien. Como si este bloque fuera un edificio de la quinta avenida y este agujero el estudio de algún gran pintor pos modernista.
- ¿Qué falta para ello?
- Algo de ether. La pinta de pintor ya la tienes... o ¿serás acaso la de un escultor? Supongo que eso no importa siempre y cuando consiga algo allá afuera.
- ¿Sabes como conseguir?
- ¿Crees que pasé mis días sobria en el Centro de Rehabilitación? Una chica lista puede arreglárselas sola.
- Por supuesto.
- Ya regreso. Podrías aprovechar para recoger un poco aquí.
Se alejó sin cerrar la puerta, a lo cual tuve que parar a cerrarla. No pude alcanzar a verla a través del pasillo. Era sorprendéntemente rápida y centrada para tener encima dos botellas de vino encima.

Pasó una hora. Pasaron dos. Catherine no regresaba. Durante el tiempo que estuve en espera terminé las botellas de vino. Acomodé el departamento y observé que sus pocas cosas que llevaba consigo, las había dejado allí tiradas en el suelo de la habitación. Era un bolso de mano tejido y un par de sandalias. Husmee en el bolso. Entre dulces sin envoltorio y recibos, venía una hoja de registro y dos tarjetas de identificación, en una de ellas se leía "Quiet Shores - Centro de rehabilitación". Tomé sus cosas decidí bajar y salir al exterior por ella. Fue camino a la calle que mi búsqueda terminó abruptamente. Cat yacía en el suelo, en los escalones hacia el edificio, semiconsciente y apenas respirando debido al frío. En sus manos un frasco transparente. Tome todo y la subí al cuarto donde le cubrí con sábanas para que recobrase el calor perdido hasta que su piel fue retomando su color y su mirada dejó de estar tan perdida.
- ¿Sigues aquí? ¿Estás bien niña?
- Soy una mujer.- Replicó con un tono de decisión somnoliento.
- Tirada en el suelo parecías una niña que no sabía lo que estaba haciendo.
- Soy una mujer y sé lo que hago y lo que quiero.
- Solo descansa. Mañana te irás.
- No quiero descansar, lo que quiero es que me hagas el amor. El amor grande como la gran ciudad.
- Eso tendrá que esperar.
- ¿Dónde está el ether?
- Eso también tendrá que esperar.
- Solo quieres reprimir. Eres como todos los hombres. Eres como todos los padres.
- Solo recuéstate... toma algo de agua.- Respondí poniéndolo enfrente suyo un vaso.
- Te dije... que... yo sé... lo que quiero, ¿sabes? Lo que quiero es...
Fue entonces que cayó dormida. Registré de nuevo entre sus pertenencias y busqué por la hoja de registro. Venía la información del centro de rehabilitación y, afortunadamente, una dirección. Esperé algo de tiempo para asegurarme de que estuviese realmente dormida y la tomé a ella junto con sus cosas. El viaje de regreso con cualquier cliente siempre es el más sencillo, sobre todo cuando el cliente está dormido. Este viaje no era la excepción.

Llegué al edificio. La fachada era ostentosa pero de un verde pastoso y opaco, como si no quisiera que la luz escapase de si. Se notaba que anteriormente ese edificio había sido una especie de hacienda o la casa de algún tipo acaudalado adaptada torpe y posteriormente como una clínica. Le tomé de sus piernas y la dejé como la encontré, tirada sobre una escalinata. Eso incluyendo mi uniforme de taxista, cual ya para estas alturas se encontraba impregnado de aromas de solventes y ácido gástrico. Al terminar de acomodarla miré al horizonte. Sin darme cuenta todo este asunto me había robado la noche y ya estaba amaneciendo. En el manejo de vuelta resolví finalmente en lugar de regresar a casa llegar al trabajo y de una vez iniciar otra jornada para quitarme el mar sabor de boca.

Aparqué el coche en la estación y llegué con mi jefe.
- Hank, ¿su uniforme?
- En Nueva York.

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