16 mar 2012

Azulejos

Viajábamos regularmente para la casa de abuelita solo para quedarnos un par de días. Mi madre decía que de vez en cuando teníamos que darnos esas vueltas porque como ella vivía sola y eramos sus familiares más cercanos a ella, era nuestra obligación. La verdad no me importaba mucho la razón que fuese, siempre y cuando me dejaran perderme solo en la, para mí y en ese entonces, inmensidad de su patio trasero.

Abuelita vivía en una casa grande, de esas de las de antes, que la hacía ver aún más solitaria. Tenía muchos cuartos, ventanas enormes, pasillos largos, frente de ladrillos color marrón, un tragaluz central y claro, su enorme patio trasero. Era el lugar perfecto para correr y había muchos lugares para esconderse cuando estaban mis primos y nos tocaba jugar. Y para cuando estaba solo, que era en la mayoría de las veces, la estrella principal del patio, entre las matas, árboles de fruta y arreglos de jardín, era la gran jaula de pájaros que tenía.

Estaba suspendida del suelo en una base de tres pies, hechos de madera. Sus enrejados de color blanco tenían forma de carpa de circo con detalles en espiral en la copa y en la parte inferior, la cual estaba inundada con manchas que iban del óxido a la popó.

Los viajes se hacían más frecuentes conforme iba el tiempo. Ya hasta había armado una rutina. Siempre que llegábamos de visita, y a menos que el clima estuviera malo o hubiese mucha gente, la segunda escala dentro de la casa, era visitar la gran jaula blanca. La primera era, claro, un saludo a mi 'buelita y echarme un chocolate con donas echas a mano.

Las horas que no me pasaba frente al televisor de la sala, las invertía enfrente de la jaula, tratando de darles de comer a las pequeñas, quitándoles el periódico y poniendo nuevos o tratando de averiguar que canto le correspondía a cada cual.

A veces, en el camino de regreso a casa, miraba a través de la ventana del carro las aves pasar. Por encima del carro, arriba de los cables eléctricos y más allá de los postes de luz, ¿cuál era la diferencia entre esos de allá arriba y los que están en la casa de abuela? Eran los únicos que conocía de frente y los de allá arriba solo sé que son aves porque se supone que son aves.

Los meses pasaban. Los viajes iban y venían. Abuelita, envejecía más y más. Le era cada vez más difícil hacer movimientos, respirar se le dificultaba de cuando en cuando. Ni qué decir del caminar. Me asustaba un poco verla así.

- ¿Puedo ir a regar las plantas?- Me escapaba un poco. Las matas, los árboles y los arreglos comenzaban a lucir descuidados, pero mi verdadera preocupación se concentraba en los pájaros. Ya no tenían el cuidado que tenían hace tiempo, pero hacía lo que podía con mi esfuerzo y estatura.

- ¿Iremos a casa de tu mamá este fin pa'?- Le pregunté a mi padre, el me miró y sonrió, asentó con la cabeza, pero su mirada fue triste. Quizás, confundía mi interés en las aves con el estado de mi abuelita, pero con que me saliera con la mía, estaba bien.

Entonces pasó. Era cuestión de tiempo, pero de todos modos, a todos nos llegó de sorpresa. Mi papá lloraba sentado lado del ataúd junto con mis tíos, mientras mi madre solo le acariciaba el hombro, sin decir nada. La sala estaba llena, como en Navidad, pero esta vez todos estaban vestidos de negro y las únicas luces que había en ella eran las velas.

Mis primos no decían nada. Supongo que no sabían como sentirse, de nosotros, yo fui el que más convivió con ella durante los últimos años y algunos, eran demasiado pequeños como para haberla conocido en sus años buenos. Estar rodeado de ellos me hizo sentir incómodo. Así que escapé como siempre lo hacía.

El patio se veía más grande que nunca y yo sintiéndome más pequeño que de costumbre, eso no ayudaba mucho. Las plantas estaban decaídas, los árboles lucían desanimados, parecían no podían mecer sus campanas de viento y a los rehiletes parecía indiferente la ocasión. Lo único que se escuchaba en la inmensidad era el cantar de los pájaros.

Nadie más estaría para ellos. Ya no tenían a nadie y ellos lo sabían.

-cling!-

Una de las campanas cortó la monotonía de su canto. Volteo hacia las ramas y ahí estaban, los inadaptados volando por encima de los árboles, de los cables eléctricos y más allá de las luces de la calle, pero no por encima de la nubes. Nunca encima de ellas. Esa era su jaula y lo comprendí.

Abro su cerradura y me retiro unos pasos hacia atrás. Se miraron entre ellas desconcertadas, pero pronto hubo un primer valiente. Dio dos saltos y ya estaba en el marco de la puerta, me apuntó con el pico, volteó con sus hermanos y echó el vuelo. Le siguieron una, luego otra, después otra, otra y la última. Cantaron todas conforme iban saltando.

Escuché unos pasos tras de mí. Era la masa gris, liderada por mi padre, que se encontraba en esos momentos de porte rígido y de unos húmedos ojos rojos. Me sentí capturado.

- ¿Qué has hecho?- Y soltó una bofetada. Retrocedí un paso de la fuerza de su embestida. Se escuchó un eco en toda la casa que acompañaba detrás del resoplido unísono de mis familiares. Mi padre entró a la casa, sin dirigir la mirada a nadie.

-cling!-

Miré al cielo, pero no estaba nadie. Ni los desadaptados ni la hermandad de la jaula blanca. Nunca volvería a verles más. Ni a ella, ni a las plantas, los árboles o el patio de esa casa.

Desde ese momento, odié a la mamá de mi padre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario